Se dice que en tiempos
de tribulación no hay que hacer mudanza. El candidato Pablo Casado
(¡cuántos Pablos hay!) no parece estar de acuerdo. Se anuncia el cierre de la sede del Partido Popular en Madrid, sita en
la calle Génova. A partir de ahora tendrá que cambiar el lenguaje de los
plumillas. Suelen escribir así: “en Génova no confirman la noticia” o “aseguran
fuentes de Génova”. Me recuerda mucho al sarcasmo de Juan Pablo Castel (el
personaje de El túnel), cuando se mofa de quienes dicen “la séptima”, en lugar
de decir “la séptima sinfonía de Beethoven”.
Otra dirección general para el periodismo ha sido Ferraz. No
la calle Ferraz nº 70, no, Ferraz, a secas. La fórmula es la misma: “en Ferraz
los ánimos están muy bajos, o muy altos” o “desde Ferraz…Lorena Bernal informa”.
Una tercera sede bastante bien plantada es la de Ciudadanos,
en la Calle Alcalá 253: grandes cristaleras, despachos tubulares, puestos
subalternos. En muy poco tiempo Albert
Rivera pasó de ser el líder absoluto a no poner un pie por allí. Fue como
cuando una nube acaba en galerna en apenas media hora.
Todo este aparato logístico se mantiene gracias, en parte, al
erario público. Está perfectamente tasado por una democracia cara y generosa,
en función del número de representantes que el partido tiene. Recordemos los
sucesivos recortes (hasta 3) que se hicieron a la dotación económica de
partidos, sindicatos, patronal: concretamente alcanzó el 60%. Si ahora cuentan
con posibles, ¿de cuánto disponían entonces? Son verdaderas empresas, pero muy
improductivas. La tropa, sin
embargo, sobrevive como puede en cada pueblo de España. Y hay
que decirlo honestamente.
La sede del PP en Madrid ha sido la casa de los poltergeist.
Algunos eran ruidos domésticos, como las obras de remodelación y la forma de
pago. El periodismo más hostil quiso convertir el edificio en una cueva de Alí
Babá: los cuarenta que pasaban por allí (fuera cierto o no) tenían que ser
ladrones. Para los nostálgicos será duro deshacerse de la casa matriz. Para otros
se trata de un renacimiento esperanzador, como poner el contador a cero. Pero
el cambio de aires, decía Nabokov, es la falsa esperanza de los pulmones (y los
amores) condenados. Cayetana Álvarez de
Toledo afirma que Casado ha defraudado a los que se unieron a él. Ella va
más mucho más lejos, siempre y en todo. Quizá le ha llegado la hora de dejar el
partido y por segunda vez. Apuesta por
una reagrupación de fuerzas en el constitucionalismo. Ese sueño no se va a
materializar.
Surgió una tentación similar, cuando UPyD estaba operativo.
El propio Sosa Wagner (eurodiputado entonces) era partidario de una fusión con
Ciudadanos. La prensa apuntaba al duelo de dos egos, entre Rosa Díez y Albert
Rivera, culpándola a ella. Ahora pelea en los medios y sobre Rivera circulan
rumores de reinicio.
Es inútil (¡ay!) ilusionar
en el presente invocando el pasado. El marianismo representa (sea justo o no) el lastre más
inmediato de Pablo Casado, pero no el único. Rajoy hacía tándem con Soraya Sáenz de
Santamaría, una abogada del estado pequeñita, con mucho carácter. En vano ganó
aquellas primarias de las que se mofaban en el PSOE. Según los socialistas, la
democracia interna (¡Borrell!) solo la practicaban ellos. Votaron muchos menos
afiliados de los que se estimaban como tales. Después entraron los
compromisarios a mangonear, porque la voluntad de las bases no era suficiente. Cospedal movilizó sus fuerzas para remar
“contra Soraya”.
Es curioso, por lo complejo que resulta todo. La propia
Cayetana (siempre un valor en alza) fue una detractora de Mariano. Y lo fue hasta
el punto de que abandonó la actividad política y votó a Ciudadanos. El
presidente del nuevo PP que la reflotó le dio enseguida el finiquito. Los
simpatizantes de VOX la reclaman para sí, pero a ella no le gusta VOX. Alertó,
sin embargo, contra la voladura de los puentes con sus votantes. Mantuvo
excelentes relaciones con José María Aznar, cuya mano está precisamente detrás
de esa voladura. El nuevo presidente
estaría renegando de aquel hombre de bigote que fue su mentor.
Pablo Casado es lo que se entiende por “un buen chico”. Lo
recuerdo en sus años de diputado raso, siempre dispuesto a dar la cara en las
televisiones. Discursos planos, eso sí, de fonética perfecta. En ese sentido es
tan impecable como la reina Letizia. Le ha tocado lidiar con una realidad que
lo supera. Por más que estrene despacho, le perseguirá la sombra que algunos
consideran una derecha acobardada. Solo
en una ocasión se desfondó, como el Hyde del doctor Jekyll: el día que cargó
contra la persona de Santiago Abascal.
De vez en cuando trato de imaginar a Soraya ocupando su lugar
y me hago preguntas. Conecto bien con gente que la detesta, ¿qué se le va a hacer? ¿Le habría recordado al candidato de VOX que el PP le dio trabajo? ¿Consideraría Soraya un privilegio haber
sido un humilde concejal amenazado? Me aburre el feminismo llorón, por
anticuado, y me empacha la perspectiva de género para todo. Mis tiros, pues, no
van por ahí. Pero no me digan que no habría estado bien, mejor que bien: una candidata, con “a”, y por la derecha.
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