domingo, 27 de diciembre de 2020

EL REY Y YO

No descubro nada, si digo que había expectación en grado superlativo (dudo de si natural o inducida) por el discurso navideño del rey en este annus horribilis. Y dudo porque la realidad es compleja y dificilmente reductible, muy distinta del clima que nos refleja el periodismo fatuo, siempre ahogado en sus dichosos códigos. Acierta Sánchez Dragó, cuando afirma que los discursos son anodinos, previsibles, incluso prescindibles. Habría que arriesgar un poco más, si lo que se pretende (no será el caso) es conmover hasta lo más hondo.

Así y todo, se han batido récords de audiencia, o de seguimiento. A eso hay que añadir las miles de visualizaciones en diferido. No deja de ser curioso que Felipe VI se casara con una periodista. La reina (fue simplemente Letizia Ortiz) se caracteriza por una dicción impecable, incluso demasiado. En contraste, su marido tiene una voz más bien monótona, que desfallece al final de algunos párrafos. Por más concienzudo que se sea, uno llega hasta donde llega. Queda patente que también las personas regias topan con su techo de cristal particular. Dada la edad del rey, no parece que mejorará mucho en lo sucesivo.

Ignoro quién escribe los discursos, aunque sospecho que se estructuran a varias manos. En esta ocasión, la pandemia ofrecía un crisol de posibilidades casi infinitas. El pueblo (así llamado) tenía que sentir que su rey llora con él, sufre con él, navega en el mismo barco que él. La narrativa tenía más pujanza de lo habitual, pero Felipe VI lee el teleprompter encasquillado en sus limitaciones.

Una cuestión, sin embargo, era la que mantenía el vilo. Analistas y políticos de todo cuño no podían no escuchar. Intento imaginar a Otegi, a Pablo Iglesias, a Rufián ignorando el contenido del mensaje y no puedo. Aquí, en Galicia, los llamarían "cheirones". Se dudaba de si incluiría una alusión a los supuestos desmanes de Juan Carlos I, su antecesor. Algunos exigían contundencia explícita, sin que nadie supiera cómo se podía materializar exactamente. Su propio padre ya lo había hecho, cuando era Urdangarín el descarriado. No siendo lo mismo, no estábamos ante una situación inédita.

El párrafo llegó, ya al final de poco más de catorce minutos grabados, con giros de cabeza (por cambio de perspectiva y cámara) inapropiados para la ocasión y hasta ridículos. Felipe VI fue todo lo lejos que podía ir. Se definió a sí mismo como un rey "renovador" (desde su coronación) y como representante de valores éticos: es decir, aquellos que no ha sabido mantener su exiliado padre. 

Podría decir que esa parte del discurso era adanismo podemita puro y duro. Lo afirmo, más allá de los hechos que lo inspiraban. La decencia, por lo visto, empieza con Felipe VI e incluso la verdadera monarquía parlamentaria. A Juan Carlos I (legatario del régimen) hay que borrarlo por el bien de la continuidad de la institución. Además de rey, Felipe es hijo de su padre. Ahora, sin embargo, su prioridad es él mismo y después su hija Leonor. No sé si sufre o no sufre por la situación en la que se encuentra. Lo que me interesa destacar es la gana de sangre de la nación que regenta.

Emma García, de Viva la vida, hizo su comentario del día después. Todos esperábamos más, afirmó como de pasada. O le pareció poco castigo o simplemente lo dijo por decir, repitiendo como un loro lo que tantos señalan. Se me dirá que es Juan Carlos I el que se humilla a sí mismo...

El caso es que Felipe VI no aplacó la ira de aquellos a los que pretendía aplacar. Los detractores de la corona se le tiran a degüello. Nada (y digo nada) les habría dado satisfacción. Ni ellos mismos saben qué querían que dijera. Podríamos hacer un ejercicio de imaginación suicida. Por ejemplo: mi padre es un cabronazo y nunca le dejaré volver. Reniego de mi padre, un indeseable, putero, mangante: pongo la corona a disposición de otra cabeza, elegida por sufragio, de extracción humilde y nacida después del 78...

Al rey emérito le llegará la muerte, como a todos. Es extraña esa ley de vida que se repite. Cuando somos niños, son nuestros padres los que nos reprenden. Cuando somos viejos, los papeles se invierten. Papá, no salgas, que hace frío. Papá, siéntate aquí, que te vas a caer. Papá, no deberías beber, que te va a sentar mal. Papá, papá, papá... Personalmente, apuesto por la presunción de inocencia. La regularización con hacienda es un hecho pero, ¿y el resto? Que me aspen si no sigo viendo lo que vi desde el 15M: una guerra generacional a cara de perro.



 

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