La muerte llegará, más tarde o más temprano. Solo un condenado a la pena capital sabe qué día será el último. Las edades del hombre se suceden con el ritmo de las estaciones y la vida es breve, tan breve, apenas un latido, entre la cuna y la sepultura.
Quizá la infancia se estiró un poco, no digo que no. Cambiábamos cromos, jugábamos a las canicas, bailábamos bajo la lluvia chapoteando sobre los charcos. Tal vez tuvimos miedo (¡miedica!), mucho miedo, miedo a todo: a las ranas, al cuarto oscuro, al puente levadizo.
¿Hubo días luminosos?, ¡por cierto que los hubo! Los castillos en la arena, el circo aquel verano, la hoguera en la noche de San Juan. A veces, sobre el pupitre, te vencía el letargo. Era un abatimiento muy adulto, precoz, anunciador de futuras penitencias.
Nunca te sabías las lecciones y te llamaron burro. ¡No llegarías a ser nada! ¡Eras idiota!, ¡idiota!, ¡un idiota! Rezabas con flores a María.
Lo mejor del año eran las excursiones. Subías al autocar, que olía a cuero nuevo. Comías el bocadillo de tortilla fría, al pie de la colina. Cantabas a voz en grito, al regresar. Un rostro amado te esperaba. Te ponía los calcetines secos o te echaba encima una chaqueta. Caía el rocío y podías resfriarte. Había justicia en el mundo.
Después fuimos jóvenes y nos hicimos altaneros. Nos cegaba la arrogancia, il córpore sano, la mens llena de pájaros. El profe de francés escupía cuando hablaba, el de filosofía se teñía el pelo, ¡y qué fea era la de latín! El tiempo parecía detenerse en ceremonia orgiástica. El amor se escribía sin hache y con minúscula. Teníamos carta de naturaleza, cédula para todo, cláusulas de inclusión y de exclusión. La climatología se declaraba de nuestra parte. La sopa estaba siempre caliente y la ensalada fría. Dormías de un tirón, a veinte mil leguas del psicoanálisis. Todo era música, música, música, ¡qué pesada se ponía mamá!
Así subimos peldaños, una costanera, un montículo. Quizá perdimos el rumbo un día de niebla, o nos detuvimos demasiado a contemplar el panorama. Entonces la tarta llevaba ya treinta velas, ¿cómo era posible? ¡Pues lo era!, y treinta y cinco, ¡sopla!, y ya eran cuarenta.
Fue una zona fronteriza, de turbulencias. La vida se cobraba sus facturas vestida de negro. Algunos murieron, ¿era una broma? Empezaron a referirse a ti como señor. Como no tenías hijos, nadie te llamaba papá. Los cincuenta se precipitaban con el rugido de un bólido en una autopista. Cumpliste siete más, enseguida otros siete, ¿quién es esa chica que canta tan bien?
Te dices y te repites que el futuro está en malas manos. La doctora te comunica que ha subido mucho tu colesterol en sangre. Hace tiempo que no ves bien sin las gafas, y hasta parece que no oyes del oído derecho. A veces haces cálculos, grosso modo. ¿Cuánto tiempo puede quedarte? Sea mucho o poco, nunca volverás a ser joven. Todo irá a peor.
Después de las ocho, no estás disponible por fatiga crónica. Después de comer, eres una batería descargada. Pasas más tiempo tumbado que de pie. ¿Qué habrá sido de aquel o aquella? ¡Si le hubieras dicho lo que tenías que decir! Y es que las cuentas no te salen. Entre el debe y el haber se abre un abismo. No te asomes, que hay dragones.
El sueño repta con sigilo y se te lleva a media tarde. Oyes el avance del segundero en el reloj de la mesita. ¿Estás despierto o estás dormido? Ni siquiera lo sabes. Te aturde la chavalería, que avanza por la calle. Gritan como crías de gaviota. El mundo les pertenece, con su jugo de sandía abierta. No te miran nunca, cuando se cruzan en tu camino. Solo eres un viejo y la culpa la tienes tú. Encima, no te quejes...No sabes nada, no entiendes nada. Estúpido...
No hay comentarios:
Publicar un comentario