domingo, 2 de septiembre de 2018

TRAVELLING SHOW

Se ha discutido hasta la saciedad si "el nacionalismo se cura viajando". Nos gusta creer que tal aserto es cierto, pero no lo es, siendo el nacionalismo una patología de la autoestima, además de una hipertrofia de los sesgos grupales. 
Más de cien mil vuelos surcan los cielos ininterrumpidamente. Lo hacen cada día y cada noche alrededor de un planeta que gira sobre sí mismo y se traslada. La humanidad parecería un hormiguero enloquecido, si fuera observada (que diría Wells) desde los mundos infinitos del espacio.
Antes de que la aviación se hiciera "civil", el homo sapientísimo viajaba más lentamente, pero se movía: desde el caballo como medio de locomoción hasta la invención del ferrocarril, todo sirvió para "ir más allá de lo que alcanzaban los ojos". No siempre hemos conocido al detalle el mundo que nos ha tocado habitar. Qué duda cabe: los exploradores y cartógrafos fueron hombres excepcionales.
La tierra era plana y el horizonte marino una línea que vertía a chorro los océanos. En la frontera de lo colonizado amenazaban los dragones. No nos es posible imaginar aquella ignorancia de lo ignoto. Colón (que era macho) se desorientó y llegó por error a las costas "vespucianas". Hoy, sin embargo, la base del Himalaya se parece al Parque del Retiro. "Todo el mundo" (con comillas) quiere ir a la Meca, es decir, a Dubai. Los turoperadores digitales (¡sólo queda una habitación!) lanzan sus ofertas en un negocio frenético: ¡La última reserva se ha efectuado hace 20 segundos!
Y es que "conocer mundo" forma parte ya de la educación general básica. Si no has estado en Londres, Roma, París y Nueva York (¡ay!, ¡pobre Barcelona!) no eres nadie. Nacionalismos a parte, (que no se curan, es evidente), este prurito exacerbado tiene que ver "con el conocimiento" y "el estatus económico". Es verdad que se viaja ahora mucho más barato, pero de ningún modo gratis. Hay hoteles de cinco estrellas y albergues colectivos para peregrinos. También está la casa de un amigo, de un pariente, que te reciben. Las autocaravanas son viviendas móviles con parabólica, algunas paneladas de carey. Los veleros son otra opción, no solo para millonarios.
No estoy yo en la onda "antiturismo" de ARRÁN La Safor. ¡Fora turistes!, ¡acció antifeixiste!, ¡paisos catalans...! Entiendo perfectamente que cada uno quiera tocar con sus propias manos la piedra de Kèops. Pero me asaltan las dudas, (sarna con gusto no pica) cuando compruebo los resultados. 
Observo y escucho a quienes "tienen mucho mundo" y a quienes lo conocen menos o nada en absoluto. Sí, esos que no han estado en Florencia, ni tampoco en la península del Yucatán. "Conocer" no es pasar de puntillas y arrastrar el trolley con gesto interesante. Es una prospección, por eso se dice "conocer a fondo". Nada tiene que ver con el crucerista que desembarca dos horas en Venecia (y así acaba de hundirla). Enarbola el palo para hacerse un selfie que descargará "en la nube". Y yo pregunto: ¿qué será en el futuro de nuestra "posteridad"? En el futuro solo caben unos cuantos.
El que "conoce" otra sociedad es aquel que se instala por un tiempo, que con-vive. Va impregnándose de su aliento en una simbiosis milagrosa que lo moldea y transforma y viceversa. Tanto si es aceptado como rechazado, de esa experiencia no se sale indemne. Te haces antropólogo autodidacta a la vez que objeto de estudio.
Después de tanto trajín de temporada alta, ¿qué queda? Deshacer las maletas, sacar cuatro chucherías, borrar las peores fotos. En el mejor de los casos, monopolizar la conversación con los amiguetes y leer la tesis doctoral entera. En el peor, olvidar poco a poco recuerdos cada vez "menos vívidos" aunque respetables. 
El pasado (la Historia) es un viaje que se puede hacer en el despacho. Lo que yo planteo aquí es la sabiduría que se adquiere sin necesidad de salir de casa. No me refiero a las guías tipo Bradshaw, (hoy para satisfacción de coleccionistas) o a los magníficos programas de televisión y documentales, que te pasean por el mundo sin los inconvenientes y traqueteos del viaje real. Nos hablan de la gastronomía del país, visitan la catedral, el museo. Disfrutamos de las danzas regionales, recorremos las ruinas, los monasterios. Ves sudar tinta china al reportero, pero tú estás al lado de tu ventilador tan ricamente. ¡Total!, te dices, ¿es eso todo?
En los países nórdicos te llevan por los fiordos, pero no te enseñan las centrales nucleares. El guía cobra y te suelta el rollo como lo haría un loro entrenado. Las audioguías de los museos a veces no funcionan, o van con retardo, o te contagian una otitis. Y todo tiene que ser deprisa, deprisa, deprisa...
En casa, tu solito, dialogas con Newton o Descartes. Puedes escuchar a Orwell y entiendes lo que pasa en la otra punta del mundo "de un plumazo". ¿Que ya se estudia en el instituto, que para eso está?, ¡claro! ¡Es por tal motivo que no se sabe!
Hay personas que informan de viajes "profundamente transformadores". Van a la India, o al Nepal y, de pronto, la vida les cambia. Lo que pasa es que los efectos (sin ser placebo) no suelen mantenerse a largo plazo. El viajero accidental vuelve a su hábitat y aquel éxtasis, aquella clarividencia, se disuelven como un azucarillo en un vaso de agua. 
El caso contrario también existe: me refiero al viaje accidentado, incidentado, catastrófico. Perdidos en un idioma encriptado o en una burocracia sorda, añoramos la sombra del árbol que perfila nuestra humilde calle. Quizá entonces pongamos en solfa ciertos manierismos políticos. Llega el ministro y nos repatria en el Falcon del gobierno. El español es mi idioma, ¡claro que sí! ¡Y estos son mis compatriotas!, ¡claro que sí! ¡Hogar, dulce hogar!
No pasaré por alto la categoría más desgraciada de seres. Son todos aquellos atenazados por el miedo, o la pereza, o la falta total de recursos. Ni Vueling, ni Air Europa, ni Ryan Air. ¿La ventaja? Nunca salen de lo que los nuevos gurús llaman "zona de confort". Se ha puesto de moda espolear a la gente para que la abandone. ¡Salga de su zona de confort y confróntese a sí mismo! Y digo yo: si es tan confortable, ¿a qué salir? Luego vas y la pifias por un indecente ataque de celos. Llamar "zona de confort" a lo conocido es una ironía. Lo cotidiano está lleno de sobresaltos, desafíos, peligros. Desde educar a un hijo, hasta llevar pan a la mesa. La propia quimio viaja por nuestras pobres venas...
Viajar da caché, sin ser ya un lujo. Viajar replena flaccideces, como el ácido hialurónico. Viajar es "epatar" a "los otros", que se quedan. Nos despiden en el aeropuerto y vendrán a recogernos. No sé si tenía razón o no, pero lo afirmaba. Vladimir Nabokov estaba convencido de que los beneficios del "cambio de aires" eran un fraude. Respondía, según él, a la búsqueda de una solución desesperada, para los amores (y los pulmones) condenados.
"Quedarse" donde se está es, a menudo, la necesidad más perentoria del hombre sabio. A Newton le bastó ver una manzana caer. Los cálculos de Kepler podían efectuarse solo en su cabeza. Es verdad que Darwin viajó en el Beagle, pero hoy puedes leer todo cuanto escribió.¿Que las cascadas del Iguazú son preciosas? ¡vale!, ¡concedido! ¿Que en Machu Pichu sobrevuela cierto misticismo y el cóndor pasa? ¡vale!, ¡concedido! ¡Y pensar que la Torre Eiffel cabreó a los parisinos en la Exposición Universal! Por cierto, ¿cuándo organizamos otra visita para contemplar petrificados a los muertos en Pompeya? 
El verdadero viaje, el que cuenta, es la propia vida: mirar a los ojos de tu padre con Alzheimer que no te reconoce o notar el olor que llega del mar, ¿qué importa de qué mar se trata? Hay que inspirar, inspirar muy hondo. La vida en cada bocanada. En cierto sentido, todo es distinto y todo es igual en todas partes. La humanidad responde al esquema de "variaciones sobre el mismo tema". Más de uno (y más de dos), aunque no todos, deberían preguntarse de qué escapan cada vez que hacen las maletas.


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