lunes, 10 de abril de 2017

QUÍMICA ORGÁNICA


He sido, desde siempre, amante de la llamada, (o mal llamada), ciencia ficción. Aún recuerdo cómo nos maravillaba una puerta que se abriera sola y, hoy, las tenemos en el supermercado de la esquina. Era increíble, un poder sobrenatural, el futuro, en las manos de superhombres que estaban por encima de todas las cosas.
La historia de la robótica es de sobra conocida. Ya en Odisea Espacial el gran computador Hal  acaba convirtiéndose en una trampa preprogramada. Hablamos a menudo con una voz que nos pide, diga sí o no, que nos pregunta, ¿es correcto? Nos cuadramos, como si nos fueran a pasar revista.
Muchos profetas de pluma y tintero representan un pasado especulativo y fallido. Otros, en cambio, vieron lo que se nos venía encima y acertaron: volar en aparatos con alas, navegar bajo el agua, viajar a la misma luna. Con toda naturalidad se discuten los pros y los contras de tener un amor cibernético.
Desde el inquietante hijo de Inteligencia Artificial, cualquier consuelo parece posible. Casi siempre tiene que ver con la muerte o la perfección. Un Johnny Deep en Transcendence conseguía una extraña clase de supervivencia molecular proyectable. Hemos visto replicantes, robocops y toda clase de criaturas. Ya Mary Shelley había concebido al doctor Frankenstein y su monstruo. Ahora un cirujano está empeñado en trasplantar una cabeza a un cuerpo. No hay muchas posibilidades, pero tampoco tuvo éxito el primer trasplante de corazón del doctor Barnard. Quién sabe qué llegarán a ver nuestros descendientes.
Se fabrican robots con una sorprendente textura humanoide. No se trata de cadenas de montaje, sino de simpáticos camareros o asistentes. Pueden hablarte, cobrarte y hasta sonreírte. Los sindicatos les exigen el pago, (subrogado),  a la Seguridad Social.
Lo último ha sido una boda no homologada. Los contrayentes, el ingeniero Zheng Jia Jia y la robot de nombre Ying Ying. Claro, es mujer, y lo es por partida doble: el yin y el yang no, solo Ying Ying. Su marido la llevó en volandas, vestida y calzada de tacón alto. Repitió los votos, pero aún no sabe ni puede andar. Es algo así como una muñeca hinchable muy sofisticada, ¿qué trabajo destruye, la pobre?
Cabe preguntarse qué busca el joven Zheng en Ying Ying. Quizá sea la rigidez de la muerte superada. Vive con un ser en cierto modo inerte, pero reanimado. No será viudo nunca. Se ha propuesto programarla para que lo ayude en las tareas domésticas. Tal vez lo llame guapo y le diga te quiero a todas horas. Si se despierta, la encuentra a su lado, en la cama. Tiene una piel tersa, no envejece, no se queja. Como mucho, alguna avería siempre subsanable. No en vano él es su creador. Podrá hacerla y rehacerla enteramente a su gusto. Ahuyentará el hastío que amenaza al resto de los seres.
Ying Ying sabrá jugar al ajedrez, a las cartas, al trivial. Seguro que gana siempre, y eso sin hacer trampas. En una reunión de amigos, no haría el peor papel. Sus funciones anidan en su software. No come nada, no usa el inodoro, no suda. Su placer se expresará como tributo a una vida prestada. Ying Ying está a merced de Zheng, pero no lo sabe: eso le gusta a un chico que ha tenido poca suerte con las mujeres.
Un humano puede, pues, enamorarse de un humanoide. Es cuestión de caer atrapado en una especie de delirio químico. Eso nos da cuenta de la naturaleza del amor. Un día quizá lleve un ciberniño a casa. Zheng será perfecto para ella y solo para ella; un hombre hecho y derecho, por fin. No más soledad, ni triste ni acompañada. No más miserias de la carne. Llegado a un punto, no distinguirá el límite. No sabe qué hay, más allá de esa frontera. Sí sabe qué hubo, o qué no hubo, más aquí. ¿Qué será de ella, si Zheng muere?
Todo este asunto me ha recordado a Bernard Shaw. Escribió una de las escenas más deliciosas de la historia de la literatura. En Pigmalión, Eliza Doolittle le dice al profesor Higgins que ella se larga, que puede quedarse con su voz, encapsulada en el fonógrafo. Pero él la desmiente y le grita: ¡me faltará tu alma!

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