jueves, 1 de diciembre de 2016

EL ÚLTIMO VIAJE

El 10 de abril de 1912 zarpó del puerto de Southampton uno de los tres buques más grandes hasta entonces construidos. Navegaba rumbo a Nueva York vía Cherburgo, con 2208 personas a bordo. Su capitán, el señor Smith, era conocido como el capitán de los millonarios. Realizaba su último viaje antes de la jubilación, al mando de un verdadero palacio flotante.
El pasajero sueco Carlsson envió una carta a su padre, describiéndole el Titanic como un buque realmente maravilloso. Escribía sobrecogido por la inexpugnable suntuosidad de un sistema de clases, dolorosamente patente también sobre las aguas.
Aquel coloso de cuatro chimeneas, que se movía gracias a la brigada negra, no vio más allá de las costas de Terranova. A proa y a popa se situaban los camarotes destinados a los emigrantes: América esperaba al otro lado del océano, cargada de promesas y esperanza y, apenas 332 personas ocupaban las más bellas estancias, reservadas a los first class passengers.
Se diga lo que se diga, Dios no reparte suerte. Aunque era mejor ser mujer pobre que hombre rico, y mejor ser niño que adulto.
¿Hubo señales anunciadoras? Un niño juega con su diábolo y se aleja distraídamente de sus padres.  De pronto Charles no aparece y se inicia una búsqueda entre la multitud congregada, alertada por los gendarmes. ¡Es una señal! Los estibadores cargan víveres por las escalinatas laterales, pero es muy tarde ya y el vino no llega. ¡Qué extraño! Florence teme la travesía, acaricia nerviosamente el crucifijo de tío Samuel, observa el vuelo circular de las aves, se estremece...
El día 14 de abril, que era domingo, J. Alfred Johannson escribió: Hoy está lloviendo, así que tenemos que estar todos bajo cubierta. Las tumbonas de madera articuladas patrullaban el horizonte en su generosa espera, y las gotas de lluvia tamborileaban la barandilla del Titanic como preludio al Plus près de toi, mon Dieu que, horas más tarde, lloraría tanta muerte.
Así es la vida. Detrás de cada muerte no esperada, hay otra anunciada que no se produce tan pronto. El propio William Murdoch le envió una carta a su querida hermana Peg, preocupado por su madre e ignorando que ella le sobreviviría: Espero que mamá no tenga muchos dolores y que el tiempo suave tenga efecto sobre su enfermedad.
Pasadas las veintitrés horas, el Titanic atravesaba la noche como una bengala rutilante. La sacudida prolongada de una presión lateral sajó su vulnerabilidad, condenando a muerte a 1503 seres. A Dios le fatiga ir llamándonos a uno por uno y, a veces, hace estas cosas. Lo que sucedió después es de sobra conocido, pero muy difícil de imaginar. En una Disposition of Bodies, ofrecida en el cementerio de Halifax, constaron los nombres completos de los cuerpos hallados, pero la lista de todos los que murieron resulta interminable y corta el aliento: Vera, Edgard, Cecilia, Ibrahim, Paula. Abrumadora fosa común sumergida en el frío ante la que enmudecemos por el misterio de la muerte.
Los objetos sobrevivieron a sus dueños, y un siglo más tarde, tercamente, se nos aparecen: el anillo de Gerda, una carta de Eric a Elsa, la estrella de Sven, un pedazo del carbón que iluminó aquella tragedia, el libro de salmos de Velin.
Carl Oloff Jansson, paralizado por el estupor a bordo del Carpathia, declaró: los gritos a nuestro alrededor fueron apagándose poco a poco. Había tantos cuerpos flotando en el mar, que se podía caminar sobre ellos sin mojarse los pies. En nuestro bote maltrecho la gente iba muriendo de frío, uno tras otro. Y ya no había nada más que hacer. Tan sólo esperar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario