lunes, 19 de diciembre de 2016

EN LAS REGIONES DEL HIELO



Se dice que nadie quiere morir, que la vida es breve, que está mal montada. Y lo está, tanto si la empezamos por el derecho como si la empezamos por el revés. Estoy pensando en el relato de Scott Fitzgerald, El curioso caso de Benjamin Button: nace viejo y se enfrenta a un desencuentro radical, disolviéndose, finalmente, en una nada pre-fecundativa.
Existe algo así como una religión sin Dios, llamémosla secta, arrogancia irresponsable. Sus adeptos se apuntan a la criopreservación, esperando un futuro ciencioomnipotente que los devuelva a la vida, después de muertos. Sobre sus cabezas sobrevuela la idea de resurrección, incluso de reencarnación: no volverán como gato o caballo, porque lo que se congela es, en el peor de los casos, su cerebro humano.
Iker Jiménez trató este desafío moral en su último programa, animado por el caso Matheryn: una niña thailandesa de dos años condenada a morir por un tumor incurable. Sus padres, que son médicos, quieren ganarle la batalla al tiempo. Han conseguido criopreservarla en un tanque de la empresa ALCOR, en nitrógeno líquido, por unos 300.000 euros. Ahora se les plantea un nuevo dilema: si enterrar a una hija ya era insoportable, ¿cómo abandonarla a un futuro incierto, con la cabeza separada del cuerpo, sin nadie? Ellos han decidido criopreservarse también, para poder, si acaso, algún día, recomponer su familia truncada.
De momento, son una minoría quienes se encomiendan a esta nueva forma de, digamos, elitismo. Y menos mal, porque uno no puede concebir el mundo como un depósito de acumulación de personas ilimitado y ad eternum Muy pronto no estaremos, pero hubo un tiempo en el que tampoco estábamos. La tuberculosis mataba a unas generaciones que nunca conocerían a los primeros muertos por VIH.
Matheryn tenía dos años, y toda una vida por delante. No nos engañemos: a la criopreservación se abonan también personas de edad avanzada. Se trata de volver, en la forma que sea, cuando sea. Y de la muerte se podrá volver cuando la muerte se haya convertido en una enfermedad curable.
Que la expectativa de vida aumenta es un hecho y no podemos ignorarlo ni lamentarlo. Aunque vivir mucho, permítaseme decirlo, a veces se vuelve contra nosotros. No sólo por el sistema de pensiones y otros aspectos de índole económica: también porque llega un momento en el que todos son tan viejos que el hijo no podrá cuidar del padre.
No son pocas ni desdeñables las implicaciones de criopreservarse. Quizá el resucitado no entendería ni el castellano de quienes asisten a su despertar segundo. ¿Cómo sería una sociedad que sustituye el cementerio por naves repletas de pacientes en stand by? Creo que el concepto de esperanza degenera en un trastorno insuperable.
Yo, por ejemplo, desearía más tiempo, para poder escribir todo aquello que produzca mi cerebro. Pero, cuando digo más tiempo, no sé muy bien a cuánto tiempo me estoy refiriendo. Los criopreservadores hablan de volver para curar la enfermedad que nos mató. ¿Ý después?, ¿cuánto viaje nos espera?, ¿dónde está la próxima estación? El coma es un misterioso desafío que se libra en la frontera. ¿Cómo sabemos que esa congelación perpetua no es, en realidad, un infierno de dolor infinito? Quizá no podremos comunicarnos, aunque haga mucho, mucho frío. La vida cansa, el sol se apagará, existen los agujeros negros. 
No sé qué me asusta más, si la muerte o la inmortalidad. La criopreservación, ¿no es una forma sofisticada de momificarnos? Si hay que esperar tanto para volver, ¿merece la pena? Al fin y al cabo ya existe la promesa de la vida eterna. 
 

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