lunes, 30 de marzo de 2015

APOCALIPSIS

La muerte, esa gran igualadora, (la dominadora, tal y como la llamaba Federico García Lorca), es un destino inapelable, sólo aplazable pero seguro, el único horizonte que nos aguarda. A cada uno nos llegará nuestra hora, más tarde o más temprano, de pie o en la cama, solos o acompañados. Porque la muerte colectiva se produce de vez en cuando: desastres naturales, atentados, genocidios, accidentes y hasta suicidios en grupo. Los hombres han compartido paredón y ducha, como los dos niños de El pijama de rayas. Mueren tomados de la mano, al apagarse la luz, iniciando el último viaje.
Alrededor de mil quinientas personas perdieron la vida en el hundimiento del Titanic. Sucedió en el año 1912, pero seguimos reviviendo aquella infausta madrugada. El caso se ha estudiado tan a fondo, que ni los remaches quedan ya por revisar. Parece que una cadena de factores desembocaron en una inmensa tragedia. El imaginario colectivo se resiste a olvidarla, generación tras generación sigue oyendo los lamentos de los ahogados. Aún se conservan sus enseres y, en contra de lo que suele ocurrir, la muerte los hizo inmortales.
Uno de los objetivos de las sociedades actuales es la reducción de la incertidumbre. Una vulnerabilidad persistente, sin embargo, no puede convertir nuestro mundo en una habitación del miedo. Hay un halo apocalíptico en tanta muerte concentrada sobre los Alpes: el pasaje de ese avión representa a la humanidad entera y en él confluyen las leyes y las contraleyes.
Se ha convertido en paradoja el hechizo estrangulado de la tecnocracia: la puerta clausurada para un ángel exterminador se cerró también para el único ángel de la guarda posible. No fallan nunca los salvados de última hora y tampoco los condenados en su lugar. Cuando Dios quiere castigarnos, se dice, atiende también nuestras plegarias.
La pregunta que no dejo de hacerme es dónde acaba el suicidio y empieza el crimen. ¿Podría ser, (entiéndaseme), que el copiloto no tuvo el valor de matarse muriendo solo? Le damos vueltas al historial clínico, a los problemas de visión, a la ruptura sentimental. Buscamos luz en una mirada retrospectiva que no nos aclarará mucho.
Más de tres mil quinientas almas se suicidan al año sólo en España. La mayoría lo hacen silenciosamente y no representan un peligro, salvo para si mismos. Si se compara esa cifra con otras que enarbolamos cada día, no podemos, sino asombrarnos, de lo poco que nos importa.
La prensa ha hurtado a las familias el único consuelo que les quedaba. En ésto, y lo tengo que decir, están muy por encima las autoridades. El peor periodismo ha violentado con gritos el silencio reverencial de la montaña. Será para siempre la tragedia de los Alpes, otro salvoconducto a la inmortalidad a costa de la propia vida.

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