miércoles, 1 de noviembre de 2017

LOS ELEGIDOS


Siempre, cuando no se quiere usar el pincel fino, al nacionalismo catalán o vasco, (y con menos fervor en el caso de Galicia), se le ha contrapuesto el llamado nacionalismo español. Y no son pocos los que aderezan sus discursos, (¡colorín, colorado!), con la palabra gruesa, añadiendo términos del tipo nacional-catolicismo, fascismo, ultraderecha.
Francisco Franco Bahamonde gobernó 39 años, hasta su muerte. Fue una dictadura larga, pero no lo suficiente, a juzgar por los juegos de resurrección con los que se entretienen a brochazos, (¡tururú!), los nuevos representantes de algún Dios en la tierra. Para insuflarle un hálito de vida, han de reencarnarlo en otro. Ese otro es el Partido Popular, claro. Todo el que se alinee, (aunque sea para decir que dos y dos son cuatro), será cómplice, como diría Molière... de franquismo. Como se puede mentir, pero solo hasta cierto punto, (ya lo hemos visto estos días), se invalida la Transición por franquista: a la democracia española, (que no es real, a no ser que la distorsione Puigdemont con cuentos en Bruselas), se entró por la demosgracias... Sólo así se entienden títulos como el de Juan Carlos Monedero: La Transición contada a nuestros padres. Estos chicos, (¡Monedero es del 63!), están enfermos de arrogancia y escasos de luces.  Cuarto mandamiento: ¡honrarás a tu padre y a tu madre!
La democracia en España ha rebasado ya los cuarenta años. Hemos conocido las "dos velocidades" que se discutían en tiempos de Felipe González a la hora de transferir competencias. Había comunidades mejor y peor atendidas. Desde luego, Cataluña y País Vasco no estaban a la cola.
En una entrevista concedida a la Sexta, (Ana Pastor no fue azote, quizá por cansancio), Ada Colau hablaba de un "cercanías" como asunto pendiente entre la Generalitat y el gobierno central. Fue el único dato concreto en boca de quien habla por los codos. Entendí que el agravio imperdonable de Rajoy había sido no ponerse a trabajar en esa infraestructura...
Seis puntos se me ocurren a vuelapluma que distinguen el nacionalismo de lo que no lo es. El primero de ellos radica en el carácter sagrado de sus dirigentes. Son pastores llamados y elegidos para conducir a su rebaño. Sus actos no se ajustan a ninguna otra consideración. No es de extrañar que Puigdemont no haya convocado elecciones. Está revestido y ha sido ungido, urnas, ¿para qué? La República Independiente soñada se desvincula cortando la circulación del cuerpo. Otra cosa es la calidad de su "democracia interna". Hemos repetido hasta el hartazgo que la ley es igual para todos. Lo dijo el rey emérito en un discurso de Nochebuena, con un yerno que se sentó en el banquillo. Granados, del PP, estuvo en prisión preventiva dos largos años y tiramos la llave. Las garantías que pide Puigdemont son hacer la vista gorda.
En segundo lugar señalaría la homogeneización interna. La República catalana ha sido diseñada solo para los buenos catalanes. Existe un orgullo sutil de patronímicos más o menos puros, (Puigdemont, Forcadell, Turull), pero eso es lo de menos. Lo impuro no es apellidarse García, siempre y cuando abraces la causa. Para eso está la catalanización. Es una conversión que se observa en el País Vasco. Un tal García firma como Gartzía y listo. España, en cambio, es mestiza, cobriza, gitana, chulapona...
La tercera cuestión tiene que ver con la lengua. Es demasiado compleja para exponerla aquí. Sí diré que el bilingüe goza de un privilegio y que no existe justa correspondencia entre las dos lenguas comunitarias: el castellano es la única lengua común. La inmersión fue un proyecto piloto calculado y progresivo. Sus más ardientes defensores son amigos del monolingüismo desplazante, pero en una dirección única. Eso sí, lo son cuando la otra lengua es el castellano. Para sus hijos se reservan los colegios ingleses, alemanes o los liceos franceses.
El punto número cuatro es lo que se ha dado en llamar supremacismo. Se ha alimentado una autoimagen de pueblo superior. La forma de expresarlo, como es natural, se aleja del lenguaje de los años 30, pero cumple la misma función discursiva. Se observa en las redes sociales con total nitidez. Se habla de feixisme, Espanyols, todo de corrido. El independentismo considera lo español una mancha sucia, pestilente, cateta, hasta el punto de haber borrado de la memoria la corrupción de su propia élite. Sus conmilitones del resto del país les siguen el juego. Lo han hecho estos días con el peor estilo. Frutos y Borrell están siendo infamados, (¡fachas!), porque no les perdonan su pasión y sus agallas.
España, por el contrario, no levanta cabeza. Diría que no sabría hacerlo, aunque se lo propusiera. No acabamos de aplaudir nuestros logros como sociedad, que son muchos. Seguimos mirando con arrobo a las muy superiores, (supuestamente), socialdemocracias del norte geográfico.
La quinta cuestión es algo redundante. Responde al esquema nosotros-ellos. El nacionalismo catalán, (y todos los demás), necesita un enemigo: a través de él expía las culpas, si las hubiere, y se carga de pretextos, más que de razones. Sin burdas demagogias, deberíamos hacer bien las cuentas. Acabamos de saber cual era el precio del misterioso Julian Assange. A partir de ahora, pongamos mucho cuidado con aquellos que acusan a todo el mundo: la decencia también puede ser un negocio.
El último punto es el mapa mítico. El nacionalismo traza fronteras con mucha manga ancha. En Euskadi se hablaba de "zazpiak, bat" (las siete, una), al incluir las provincias vasco-francesas. En el caso catalán, los independentistas abren varias brechas. Los Países Catalanes por un lado, implicando a Valencia y Baleares. Por otro, se le rebotan ciertos partidos del Valle de Arán. Cultivan, al parecer, una personalidad muy genuina, que no tiene "cómodo encaje" en este corrimiento de tierra.
Rechazo, pues, de pleno, este comodín mecánico de los dos nacionalismos enfrentados. Ada Colau se considera a sí misma mal tratada por ser "tercera vía". No sé si es tercera vía, vía ancha o vía estrecha. Lo que sí sé es que no está a la altura de las circunstancias.
Su forma de expresarlo es "ni DUI ni 155". Francamente, es un lenguaje más periodístico que político. A esa apatía intelectual Borrell respondió con rigor en la manifestación del domingo. ¡Señora Colau!, ¡usted estuvo con unos, pero no está con los otros! La réplica llegó esa misma noche, en el programa citado antes. La alcaldesa de Barcelona se preguntaba qué pinta el PSOE de la mano del PP. Borrell le da la contrarréplica en las mañanas de la Griso, aclarando que no va con el PP sino con la Constitución.
Los más puristas aseguran estar hartos de las banderitas, ¡todas! Hablan tan ricamente de dos bandos desde la neutralidad del salón de su casa. En el mejor de los casos, la bandera española empieza a parecerles digna, pero solo si la enarbola la izquierda. Esto implica el tedioso trabajo de tener que aclarar que no eres un facha. Es una trampa dialéctica en la que se cae demasiado fácilmente. Supone la irresponsable asunción de que el PP es la ultraderecha franquista. El mismo lenguaje sufre de hemiplegía: si dices ultraizquierda el que te comprometes eres tú.
En medio de esta confusión y etiquetado, ha saltado el libertario Juan Ramón Rallo. Es un joven economista entusiasta de las libertades individuales, pero muy teórico. Hete aquí que el liberalismo más radical se postula a favor de "la libre asociación de individuos" que le dicen ciao al estado. Los ha dejado a todos boquiabiertos. La conclusión es muy clara, al menos en este punto: Rajoy es un socialdemócrata como la copa de un pino. Como buen artificiero, va restañando cable a cable de esta ficción con consecuencias reales. Eso sí: a los periodistas, ni agua.

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