viernes, 16 de octubre de 2015

¡RIDI, PAYASO!

El día que murió mi padre cometí un pecado de vida. Una amiga me contó un chiste en el tanatorio y yo me eché a reír. Noté que un hombre me miraba. Su expresión era amonestadora. El autor de mis días estaba de cuerpo presente y aun hoy  siento que le debo una explicación. Nunca llegué a saber qué pensó de mí en aquel momento. Quizá todo estaba en mi cabeza y la censura era, en realidad, otra cosa. Pero, si juzgó mi carcajada como una mueca a destiempo, ¿acaso no había sobrevenido a destiempo todo lo demás?
Atrás quedaban la incertidumbre y las primeras pruebas. Atrás quedaban los diagnósticos y los tratamientos. Atrás quedaba el pronóstico y el no poder hacer nada. Atrás la palabra nunca dicha. Fue un día como otro cualquiera. Ni uno antes ni uno después. El cuerpo enfermo de mi padre, otrora invencible, pedía descanso, y yo, -¡ridi payaso!-, ya no sabía ni lo que hacía.
Lo ignoraba entonces, pero el ciclo no había hecho más que empezar. Aniquilarnos parecía el propósito de aquella tormenta. Llegó El Método como una exhalación tenue y burlesca, aunque solo era el preludio de otras dos muertes fuera de hora.
Fue una larga década colapsada. Tenía a mis espaldas relatos, jirones, una biografía no autorizada. Escribía a ciegas y a tientas sobre una cuerda floja. Hasta que publiqué Sin el Permiso de Dios.
Estaba en esa edad en la que se hace balance.  Pensaba que el tiempo me pisaba los talones, también a mí. Me puse a trabajar en El Caso Tarduchy, una historia en blanco y negro teñida de invierno. Perseguía una novela de consolidación. Todavía podía oír la voz de Patricio. De forma súbita e inesperada Una Obra Maestra se apoderó de mí. Cuatro hombres y una mujer en busca del éxito. Ellos mismos escogieron sus nombres.
Todo era excesivo, exagerado, desordenado. Levantaba una parodia esperpéntica que me dominaba. Viré la nave de rumbo, tenía el viento a favor. Y me divertía trabajando a destajo.
Me empleé durante un año en una especie de maqueta. La novela engordaba y me pedía cada vez más. Llegué a no distinguir el día de la noche. Los personajes casi movían mi mano.
Entonces sucedió algo extraño. Los astros se torcían de nuevo en un eclipse parcial. Veía a la gente llorar y desesperarse, y volvía al papel. Iba del trabajo a la vida y de la vida a la mesa de trabajo. La novela había establecido su clave, ¡la risa! Transformaba en comedia la congoja y el llanto. De momento yo había pagado mi cuota, en un mundo que no se detiene.
Una Obra Maestra es mi propuesta más genuina. No puede esperar ya mucho más. No existe más ahora que el que ahora tengo. ¿Acaso soy un hombre?, ¡no!, ¡yo soy un payaso!
 
  

2 comentarios:

  1. Tienes razón, se tenga conciencia de ello o no, todos somos payasos.
    Precioso artículo, o jirón de la vida.

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