CON UN POCO DE SUERTE

Lo malo de cumplir años es que empiezas a estar harto de todo. Nada te parece nuevo, o fresco, sorprendente, ni siquiera estimulante. La gente joven habita su limbo, cerrado a cal y canto: tienen más futuro que tú, pero no tanto pasado.

Puedes llegar a perdonarlo todo, excepto esa estulta e insufrible arrogancia. Para humillarnos, los jóvenes no tienen que hacer nada. Los años que vivimos se convierten en batallitas, todo lo más, exactamente como ocurrirá con su esplendoroso presente.

A los viejos se les habla como a los enfermos o a los niños: ¿Cómo está hoy don Celestino? La voz se rebaja en dos octavas, a no ser que el sujeto use trompetilla, porque está sordo como una tapia.

Es terrible la fe de los jóvenes. Creen ciegamente en el poder del agua, del ejercicio, de la dieta. Envejecer es como equivocarse y no lo van a consentir. Eso con un poco de suerte.

Es la misma ilusión que un día albergamos nosotros. Y otros muchos antes, y así sucesivamente. Pero esa buena suerte no se le concede a nadie. En esa lotería el premio gordo nunca toca.

Empiezas a notar flojas las mejillas. Tu pelo se reseca, se apergamina la piel de las manos. Dormir no sirve de mucho, si consigues conciliar el sueño una noche entera. Y un buen día no te reconoces. No sabes por qué sucede ni cómo pararlo. Hay cientos como tú, ¡miles!, por las calles. Pero ellos, ¡ellos!, caminan en volandas, tersos y con la maquinaria a punto, indiferentes a un dolor que tu también ignoraste.

Primero entierras a tus padres, puede que a tus abuelos. Quizá a algún hermano, después al primer amigo. Conoces en el tanatorio a una chica que no habías visto nunca: resulta que es la nieta del difunto. Está allí de pie, muy afligida. Llora como se llora cuando se tiene toda la vida por delante. A ella no la alcanzará, ¡jamás! ¡Qué diablos!, es solo un poco de muerte.